jueves, 20 de septiembre de 2012

EL RESPETO A LA PERCEPCIÓN AJENA






Lo ideal es que llegue el día en que puedas decir tengo esta fe, esta cultura y tu tienes la tuya, no son las mismas, pero no quiero obligarte a creer en la mía porque te respeto, no te discrimino o huyo de ti por ser diferente o practicar otro credo”, es  el deseo y anhelo ejemplar  que  promulga en una frase, el teólogo y académico musulmán, Lyes Marzougui, expresión que surgió como  producto de una entrevista concedida a la revista semana.com, en la que no sólo dio a conocer un discurso propio de un individuo  víctima del rechazo e intolerancia de una sociedad poco evolucionada, sino que aportó quizás la lección más importante y significativa dirigida al mundo actual.

Este mensaje no se hace relevante por ser uno más de los tantos llamados insistentes que se le han hecho a los intolerantes, sino por que en sí mismo se constituye como un pronunciamiento inesperado, proclamado por un individuo proveniente del mal desprestigiado medio oriente, del cual la mayor parte de seres irracionales que hoy en día existen, aguardarían una acción terrorista  perpetrada por este, que dejara a su paso a miles de inocentes victimas poco relacionadas con el conflicto que ahora se vive. Sin embargo, vale aclarar que este personaje es ante todo un humanista que decidió romper con el estereotipo erróneamente infundado en un momento supremamente coyuntural, circunstancia en la que gracias a la intransigencia y obstinación de muchos, surgió una ola desenfrenada de violencia, fundamentada en la aparición de un vídeo y una caricatura que pretenden más que cambiar una lamentable realidad, ofender a una cultura, a una religión y a los fieles de ésta.

Entonces, es allí en donde surge el cuestionamiento de que si es posible que en medio de la intolerancia que reina en nuestro planeta, surja espacio para la paz, la reflexión y la armonía, frente a la cual no quiero emitir un juicio acelerado y quizás desmotivante, puesto que considero que la primera es el fundamento y la consistencia de la otra; no puede existir paz sin tolerancia ni respeto, ya que a partir de este punto se hace legítimo reconocimiento del otro como ente individual, que razona de acuerdo a unos criterios construidos en un entorno y experiencia personal, que motivan su desarrollo a lo largo de la vida.

Sin embargo, no es necesario ahondar más allá de los parámetros plenamente permitidos en materia personal, para descubrir que nuestra actitud intolerante tiene sus orígenes en el miedo a perder lo que para nosotros es seguro y ciertamente estable, lo que nos genera confianza y no incertidumbre en el extenso trayecto de la existencia, puesto que de no ser así, nos sentiríamos a merced de la mirada amenazante y devoradora de los semejantes, quienes al más mínimo error cometido por los demás, reaccionan de forma violenta y discriminante, pasando por alto la  premisa de que no somos iguales.

 

 

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