“Lo ideal es
que llegue el día en que puedas decir tengo esta fe, esta cultura y tu tienes
la tuya, no son las mismas, pero no quiero obligarte a creer en la mía porque
te respeto, no te discrimino o huyo de ti por ser diferente o
practicar otro credo”, es el deseo y
anhelo ejemplar que promulga en una frase, el
teólogo y académico musulmán, Lyes Marzougui, expresión que surgió como producto de una entrevista concedida a la
revista semana.com, en la que no sólo dio a conocer un discurso propio de un
individuo víctima del rechazo e
intolerancia de una sociedad poco evolucionada, sino que aportó quizás la
lección más importante y significativa dirigida al mundo actual.
Este mensaje no se hace relevante por ser uno más de los tantos llamados
insistentes que se le han hecho a los intolerantes, sino por que en sí mismo se
constituye como un pronunciamiento inesperado, proclamado por un individuo
proveniente del mal desprestigiado medio oriente, del cual la mayor parte de seres
irracionales que hoy en día existen, aguardarían una acción terrorista perpetrada por este, que dejara a su paso a
miles de inocentes victimas poco relacionadas con el conflicto que ahora se
vive. Sin embargo, vale aclarar que este personaje es ante todo un humanista
que decidió romper con el estereotipo erróneamente infundado en un momento
supremamente coyuntural, circunstancia en la que gracias a la intransigencia y
obstinación de muchos, surgió una ola desenfrenada de violencia, fundamentada
en la aparición de un vídeo y una caricatura que pretenden más que cambiar una
lamentable realidad, ofender a una cultura, a una religión y a los fieles de
ésta.
Entonces, es allí en donde surge el cuestionamiento de que si es posible
que en medio de la intolerancia que reina en nuestro planeta, surja espacio
para la paz, la reflexión y la armonía, frente a la cual no quiero emitir un
juicio acelerado y quizás desmotivante, puesto que considero que la primera es
el fundamento y la consistencia de la otra; no puede existir paz sin tolerancia
ni respeto, ya que a partir de este punto se hace legítimo reconocimiento del
otro como ente individual, que razona de acuerdo a unos criterios construidos
en un entorno y experiencia personal, que motivan su desarrollo a lo largo de
la vida.
Sin embargo, no es necesario ahondar más allá de los parámetros plenamente
permitidos en materia personal, para descubrir que nuestra actitud intolerante tiene
sus orígenes en el miedo a perder lo que para nosotros es seguro y ciertamente
estable, lo que nos genera confianza y no incertidumbre en el extenso trayecto
de la existencia, puesto que de no ser así, nos sentiríamos a merced de la
mirada amenazante y devoradora de los semejantes, quienes al más mínimo error
cometido por los demás, reaccionan de forma violenta y discriminante, pasando
por alto la premisa de que no somos
iguales.
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